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Por Frank Ramírez
Ahí estábamos todos, en las calles de Guadalajara, en una tarde nublada y fría de marzo, más viejos, invadidos algunos por la calvicie, portando la playera negra con el logotipo de Oasis que muchos solíamos usar en nuestra adolescencia, ansiosos por entrar al teatro Diana y encontrarnos con la mente maestra detrás de la extinta banda: Noel Gallagher, el tipo de pobladas cejas y eterno ceño fruncido.
Poco más de hora y media fue lo que duró el encuentro; el tiempo suficiente para percatarme de ese vínculo tan sólido que el oriundo de Manchester y su ya extinta banda lograron crear con una audiencia que lo ha recibido varias veces de manera cálida, como si se tratara de un viejo conocido al que, sin importar las ausencias y el paso de los años, se sigue tratando como al íntimo amigo de siempre.
Fue una noche en la que las emociones estaban a flor de piel, cada tema del viejo repertorio de Oasis hacía que el mundo enloqueciera hasta que, en el ocaso del concierto, sin dar a sospechar nada al respecto, Noel empuño su ya característica guitarra acústica y soltó ese par de acordes tan emblemáticos para hacer que algo mágico sucediera.
De repente sentí como si los mejores días de 1995 estuvieran de vuelta. Lo que presencié esa noche fue simplemente conmovedor: lágrimas brotaban, al tiempo que “Wonderwall” era entonada de manera inequívoca. Había quienes no paraban de saltar extasiados. Otros simplemente tomaron de la mano a su compañera en silencio. El sentimiento que nos invadía era imposible de expresar con palabras.
“Hay muchas cosas que quisiera decirte esta noche pero no sé cómo…”, escribió Noel en esa canción de poco más de cuatro minutos, en su natal Manchester. Esa noche, como si de algo metafísico se tratara, nosotros éramos incapaces, por igual, de expresar con palabras el profundo sentimiento que nos invadía. Estábamos frente a una melodía que ha llevado a Gallagher a recorrer el mundo entero, y que, seguro, sonó por primera vez, hace veinte años, en su viejo garaje, donde solía pasar horas enteras haciendo música, luego de atender sus deberes laborales. Volver a esos años es imposible, pero, en momentos como estos, es cuando queda manifiesto el poder que tiene la música hecha con el corazón, esa que conecta con el público y sirve como el marco musical que adorna la postal de toda una década en la que vivimos un sinfín de aventuras, algunas de ellas inocentes, otras alocadas y salvajes, pero al fin de cuentas aventuras, las cuales siempre recordamos con una sonrisa de oreja a oreja.
Esa misma noche, pero ya más tarde, de camino a casa, me percaté de que ese niño callado y ensimismado que solía ser hace algunos años habría sonreído de nuevo, al presenciar ese momento mágico que el buen Noel nos había regalado: un momento que, como las mejores cosas de la vida, llegó sin anunciarse y que, a pesar de haber sido efímero, ha dejado una huella suficientemente honda como para jamás poder ser olvidado.
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